Voy sentada en el colectivo. No
importa de dónde vengo ni hacia dónde voy. Ni qué línea es, ni el día de la
semana, ni la humedad, ni el calor pesado de la primavera que antecede al calor
agobiante del próximo verano. Lo que importa es que es un camino que recorrí
muchas, muchas veces. Por razones diversas y sin conexión entre sí… o quizás
si.
¿Será que pienso mucho?
Cuando paso por la plaza Sur de
Ituzaingó, no puedo evitar acordarme de una tarde de domingo soleada, la música
de una banda desconocida, los nenes jugando y la feria.
Cuando paso por el paso bajo
nivel que desemboca en Ratti, me acuerdo de este febrero de pretemporada, del
sudor y las lágrimas. Todo sal, pura sal.
Y me quedo pensando en lo que
pudo haber sido y no fue o lo que quiso ser y no lo dejé. Lo reprimí. Quién
sabe si por miedo, o por el simple hecho de estar estancada en donde no debería
estarlo.
El colectivo sigue. Se sube
gente, me parece confundirme a un muchacho con otro… Pero no, la vida no es
como en las películas. El amor de mi vida no se va a subir a este colectivo,
justo en el momento en el que yo ya estoy arriba. Ilusa criaturita.
¿Por qué será que siempre divago
con que te vas a subir al mismo colectivo que yo?
Pasamos Echeverría. El boulevard,
las veces que los remises me llevaron por ahí, “agarrá por Echeverría y yo te
voy diciendo”. La técnica Nº3, doblar a la izquierda. Una, dos, agarrar la
tercera, un par de casas antes de la esquina. Acá. Gracias.
Y como no me canso de divagar,
cuando paso por la estación de Padua también me ilusiono con verte, con un
pequeño instante de casualidad, en el que el mundo se complota para que mi
imaginación sea más que la realidad en la que es improbable que estés en la
estación de Padua. Más improbable aún, que yo te vea.
Llegado este punto ya está, se
desencadena una serie incontable de recuerdos que, aunque difusos, más que
resultarme gratos (como el del domingo en la plaza) me atormentan. A pesar de
que yo jure y perjure que no.
Desde el día en que lo conocí,
pasando por el momento en que me di cuenta de que lo quería con todo el amor y
cariño que un corazón puede sentir; las horas de llorar hecha una bolita en mi
cama teniéndome yo misma los pedazos para que no se me desarme el alma de
tristeza, el enterarme cosas inimaginables, el duelo, del dolor a la bronca,
del amor al odio y devuelta al amor; el anhelo, los te extraño que tengo
atragantados como tantas otras cosas que jamás pienso decirle. Todo lo que pudo
haber sido y no fue. Hasta que llego al presente mismo, en donde estoy sentada
en el 136, al lado de una mujer con olor a chivo, con una de mis mejores amigas
sentada al otro lado del pasillo, llegando a la estación de Merlo. Y me doy
cuenta, casi sin querer, de lo frágiles que son esos muros entre los que
encerré los sentimientos. El cuartito oscuro en donde encerré al alma cansada
de llorar y de sentir vacío. El lugar en donde la abandoné porque sentirla ya
me pesaba mucho. Soy muy cobarde para tener el alma bien puesta.
¿Será que pienso mucho? Porque un
viaje en colectivo se convirtió en nada más ni nada menos… Que en un bondi.